Los árboles caídos también son el bosque by Alejandra Kamiya

Los árboles caídos también son el bosque by Alejandra Kamiya

autor:Alejandra Kamiya [Kamiya, Alejandra]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2015-01-01T00:00:00+00:00


La oscuridad es una intemperie

Debajo del párpado el ojo sigue abierto.

CÉSAR FERNÁNDEZ MORENO

Estuve en el ascensor hasta que alguien entró y me preguntó a qué piso iba. Me había olvidado de marcar.

Entré a casa y me senté. Cuando mi cartera se apoyó en el sillón, la correa se deslizó por mi hombro, y cayó lentamente y en silencio sobre el fondo azul de los almohadones. No sé cuánto tiempo estuve así. Fue como estar sentada a la orilla de un río. Y como si el agua hubiera traído un tronco, ese tiempo trajo la idea de estar a oscuras. Me aferré a la idea. Bajé las persianas, cerré las cortinas, apagué las luces.

La oscuridad nunca es perfecta. La luz es su defecto.

Vendé mis ojos con un pañuelo negro y recordé: «Debajo del párpado el ojo sigue abierto».

A los pocos días de haberme mudado, pensé que lo primero que escuchara en mi nuevo departamento iba a determinar cómo serían mis días allí.

Se habían llevado los canastos de la mudadora, y como si antes mi voz se hubiera entibiado entre los zigzagueos del mimbre, como si los resabios de vida vegetal de los canastos me hubieran escuchado y luego las paredes se hubiesen negado a hacerlo, mi voz rebotaba blanca contra ellas, fría.

Busqué entre los discos que aún estaban en el piso, la transcripción de Liszt de la Sinfonía número 6 de Beethoven interpretada por Glenn Gould.

Las manos grises de la foto parecían arañas y yo podía verlas sobre las teclas mientras escuchaba. Arañas lentas, como al acecho.

Pero los sonidos de tu música entraron por el balcón y se enredaron con la mía como serpentina: cayeron.

Entonces yo subí el volumen. Vos bajaste el tuyo.

Al día siguiente imité tu gesto.

Intercambiamos música a través del balcón durante algunos días.

Compartíamos un balcón que daba al contrafrente con un vidrio oscuro de por medio que separaba tu espacio del mío.

El edificio era el más alto de la zona, como si se hubiera puesto de pie y los demás no lo hubiesen hecho.

Dos o tres días después de dialogar a través de la música, salí al balcón y me acerqué al vidrio. Sentí que estabas ahí, no sé si te oí respirar o hacer algún movimiento.

«Me gusta el paisaje», dije, y era verdad.

Me gustaba lo que podía verse desde el balcón y había sido el principal motivo por el cual había comprado el departamento.

Era como si la ciudad que se imponía tan vertical en la calle, tan vertical como una jerarquía, allí se volviera mansa, echada a los pies del balcón, ofreciendo sus techos y sus terrazas como infidencias y secretos.

«A mí me gusta el aire», dijiste, y me molestó tu voz, tu voz de mujer.

Yo te había imaginado varón y te llamaba «vecino» en mis pensamientos. Tu voz fue como tocar la tecla de un do y escuchar un sol.

No te respondí.

Por unos días seguimos solo con la música. De Beethoven pasamos a Satie, y de su piano solo al de Bill Evans. De él al



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